El lenguaje de las Flores

Por Jaime Siles
Como ha explicado bien Marcel A. Ruff, la producción poética de Baudelaire ocupa sólo la décima parte de su obra. La restante -como su propio autor reconoció- está dedicada a «glorificar el culto de las imágenes». A nadie extrañará, pues, que esta edición sea un diálogo entre dos formas de representación -la verbal y la plástica- que ocupan una posición central en su poética. Su teoría de las correspondencias debe mucho a las ideas de Delacroix, como Les Fleurs du Mal al pensamiento de Courbet.

Pero lo que distingue a Baudelaire es la investigación de un tema de origen trágico que él actualizará: el del destino del sujeto histórico moderno. Por eso -a diferencia de Máxime Du Camp y de otros predecesores de lo que llamará el «paganismo de los imbéciles»- descree del progreso y se siente dividido entre el ser y el devenir de la belleza, cuestión ésta en la que se adelanta a Eliot y que sus ensayos intenta precisar.

Pensamiento íntimo. Su diferenciación entre una y otra ha llegado a ser clásica, como su afirmación de que «un cuadro debe reproducir el pensamiento íntimo del artista, que domina el modelo como el creador la creación» ha marcado la estética contemporánea. El pre-parnasianismo de Baudelaire -expreso en la dedicatoria a Gautier, que esta edición excluye y elimina- supone una variación de lo que, el 11 de febrero de 1804 y a partir de Schelling, formulaba Benjamin Constant, ya que tanto para nuestro autor como para éste, «la poesía no tiene otra finalidad que ella misma».

Les Fleurs du Mal se inscribe, pues, en un horizonte histórico preciso que coincide, en el caso de Baudelaire, con otro muy vital: su despolitización a partir del 2 de diciembre de 1852 y sus lecturas y traducciones de Poe, que tanto le ayudarán en la reconfiguración de su poética. Ese cambio se traduce en un progresivo abandono del sistema que compartía con su generación y en un empezar a hablar «en nombre del sentimiento, de la moral y del placer», como indica en un artículo publicado en 1855, el mismo año en que, en dos ocasiones, separadas por muy pocos meses, adelanta el título de Les Fleurs du Mal, sugerido por su amigo Hippolyte Babou en una discusión en el Café Lemblin y que sustituye al inicial de Les Lesbiennes, propuesto en 1845, y al de Limbes, anunciado en 1848.

La culpa y la piedad. Baudelaire quiere que su libro no sea una colección sino un conjunto de poemas, pero, puesto a la venta el 25 de julio de 1857, la primera edición se vio sometida a un proceso que despojó al libro de seis de sus piezas y que fue la causa de sus reordenaciones sucesivas. Verlaine veía en él la quintaesencia «de todo un elemento de su siglo», y Claudel, «la única pasión que, con sinceridad, pudo sentir el siglo XIX: el remordimiento». Hay en él un profundo sentimiento de culpa, pero no menos una piedad próxima a la religión. Por eso, según Barbey d'Aurevilly, sólo hay dos posibilidades después de su lectura: «o hacerse cristiano» o «se brûler la cervelle».

Otro de los problemas que el libro plantea es el de su sensualidad, que tomando como base los ciclos en que se distribuye (el de Jeanne Duval, el de Mme. Sabatier y tal vez el de la actriz Marie Daubrun) ha llegado incluso a historiarse. Pero, como advirtió Gautier, las figuras femeninas que aquí aparecen son «más bien tipos que personas».

La riqueza del texto es inagotable tanto por lo que arrastra -Lucano, Blake, Swedenborg, Poe, Coleridge...- como por el tonelaje poético que desplaza y que deja su huella en Darío, Santiago Rusiñol, Rilke, Picasso, Eliot, Cernuda, Lorca, Guillén, Alberti, Hemingway... llegando hasta Gil de Biedma y Caballero Bonald.

Esta edición de uno de los fundadores de la modernidad nos introduce -tanto por su espíritu como por su letra- en ese mundo de «orden, belleza, lujo, sosiego y voluptuosidad» inseparable de ese otro en que «el dolor es la nobleza única». Baudelaire -conviene no olvidarlo- es, sobre todo, un poeta moral que revive, bajo la figura del flâneur, el topos del homo viator.

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