Una verdad incómoda

Arte
Por Fernando Castro Flórez

Robert Smithson es, sin ningún género de dudas, el artista que mayor influencia ha tenido en la reconsideración de la relación con la Naturaleza, un término por el que no tenía precisamente simpatía, dado que para él se trataba simplemente de otra ficción del siglo XVIII; prefería el término tierra (earth), algo más concreto, confuso, sujeto a cataclismos, capaz de generar en el sujeto melancolía. El Earth Art encontró sus mejores emplazamientos en lugares que habían sido perturbados por la propia industria, la urbanización incontrolada o la devastación propia de la Naturaleza: los emplazamientos más humildes o incluso degradados, dejados por las intervenciones mineras, constituyen un reto mayor para el arte, y una mayor posibilidad de estar en soledad.

Labores de jardinería. Podría decirse que el arte degenera cuando se aproxima a la condición de jardinería, especialmente cuando no repara en la conciencia de clase o ideología que esos lugares comportan. Advertimos una oposición clara entre las earthworks smithsonianas y el jardín inglés: «No son accesibles; no existen -apunta Gary Shapiro- para el placer o la evasión; son explícitamente entrópicas en vez de crear la ilusión de eternidad; implican una crítica teórica del humanismo que es esencial en la estética del jardín». Smithson se adentra en lo que llama los problemas abismales del jardín, que no entiende como un lugar utópico o paradisíaco, sino como un ámbito en el que puede surgir lo siniestro, así como aspectos perversos, perdido aquel ideal del «jardín de la virtud». Nuestro destino son los torture gardens, cuando los jardines históricos han sido reemplazados por los sitios del tiempo o, en términos más crudos, por los basureros.

La entropía es el concepto originario de la plástica smithsoniana, incluso su clave de lectura principal: el estudioso de la desintegración sabe que todo, tarde o temprano, se desmorona. «Vivimos -afirma el artífice de Spiral Jetty- en estructuras, y estamos rodeados de marcos de referencia, pero la Naturaleza los desmantela y los devuelve a un estado en el que ya no tienen integridad». El artista actual está comenzando a percibir este proceso de desintegración de estructuras como un estado muy desarrollado. Claude Lévi-Strauss ha sugerido que perfeccionemos una disciplina nueva llamada Entropología. El artista y el crítico deberían desarrollar algo similar».

El alma secreta. Smithson interviene, sin miedo, polucionando (como cuando arroja asfalto en un lugar cercano a Roma, cemento, en Chicago, o cola, en Vancouver), en una simulación de los procesos glaciales de la Naturaleza, pero sobre todo subrayando que la ruina es el alma secreta de todas las construcciones. Su mentalidad está ciertamente cerca de la devastación beckettiana.

Desde su ensayo-fotográfico Un tour por los monumentos de Passaic, Smithson enseñó a mirar los restos industriales como una utopía sin fondo, esto es, como la contundente manifestación de una estética del desencanto. En The Crystal Land había establecido lo que puede considerarse su código artístico: «Fragmentación, corrosión, descomposición, desintegración, deslizamiento de rocas, escombros, corrimientos, flujos de lodo, avalancha». Carl André señaló que Smithson se comporta como el hombre fáustico hasta que comprueba el fracaso que está inscrito en ese destino: la inutilidad le lleva «a construir algunas esquinas del infierno aquí y allá». Tal vez vaya siendo hora de que atravesemos la fascinación por el land art para no seguir adoptando la pose de los enterradores con la pala al hombro. Porque el gesto escatológico, la actitud de añadir detritus a un mundo arrasado no puede repetirse pretendiendo que con ello se adopta una «tonalidad» crítica. Un cierto manierismo del desastre, una acentuada lógica de lo peor anida en el imaginario cómplice del arte contemporáneo.

No parece que las líneas de Nazca, como pretendiera Robert Morris, vayan a ayudarnos a comprender nuestra sequía o que la actitud post-romántica de paseantes como Long o Fulton esté en condiciones de plantear las preguntas adecuadas para una época demencial. El cambio climático, la desforestación de la Amazonía, la emisión incontrolada de gases, la contaminación de los mares, son, entre otros muchos datos alarmantes, signos de que estamos destruyendo aceleradamente el planeta.

Parte del artificio. Ahora no cabe hablar de la Naturaleza como una ficción filosófica o una exterioridad que es parte del artificio. Vivimos, por emplear el título del conocido documental de Al Gore, en el seno de una verdad incómoda, y nos comportamos con una inconsecuencia temible. Shakespeare, el maestro de la lucidez trágica, apuntó en Rey Lear que los locos guían a los ciegos: «Es el mal de estos tiempos». En la llamada «agenda» política no tienen importancia alguna los problemas ecológicos; basta con manejar la zanahoria de los impuestos o de las pensiones para que el burro social siga caminando hacia el abismo.

En un debate de la revista ArtForum (verano de 2005) en torno al Land Art y la aparición de un «nuevo territorio» titulado Remote Possibilities, Pierre Huyghe señala que Smithson estaba planteando experiencias de traslado o transporte mientras que los artistas actuales intentan introducir «parámetros ficcionales» en los acontecimientos. Hemos pasado de una mística de los desiertos y de un nihilismo épico a una fascinación por el simulacro. Nos hechiza el atardecer «mágico» de Olafur Eliasson o comprendemos el guiño astuto de Francis Alÿs con su acción Cuando la fe mueve montañas pero no dejan de ser juegos malabares, arte boludo de acuerdo con una categorización propuesta por Luis Camnitzer. ¿Qué esta aportando el arte contemporáneo a la meditación sobre la destrucción de la Tierra que habitamos? Tengo la impresión de que casi nada.

Al centro del peligro. Y, sin embargo, algunos creadores, como Allan Sekula, con su serie sobre la marea negra del Prestige, o Caio Reisewitz, con sus fotografías sobre la reforma agraria en Brasil, con la Naturaleza en llamas (presentes ambos artistas con esas obras en la exposición Paraísos indómitos del museo MARCO de Vigo), señalan lúcidamente al centro del peligro. Estamos atrapados por la movilización total del turismo, ansiosos en pos de la postal y el souvenir, disfrutando de lo pintoresco y, sobre todo, consumiendo lo que teníamos que ver a toda costa. Lo que permanece oculto a la mirada común es que, por emplear una fórmula nietzscheana, el desierto crece. Y ya no es ni mínimamente «estético» contemplar, a la manera smithsoniana, unas cañerías arrojando mugre a un río. Hemos llenado el «paraíso» de basura y esperamos que sean siempre los otros (quienes quiera que Éstos sean) los que carguen con las culpas. A falta de responsables de esta verdad incómoda.

http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=9446&num=843&sec=36

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