Señales
Integrado por un centenar largo de poemas, preferentemente breves, Mundar ofrece, sí, las obsesiones de Gelman, pero lo hace, nos atreveríamos a decir, dando una nueva vuelta de tuerca a su poética, de modo que la palabra sea cada vez más centrípeta, más ensimismada; esté, en suma, más vuelta sobre sí misma, dentro de una insistente operación de intransitividad. No es que la palabra rehúya al lector: ocurre justamente lo contrario, que los constituyentes del discurso se hacen más autónomos, más volcados hacia la dependencia de la sola palabra. Pocos poetas demandan interlocutor tanto como Gelman.
«El sudor del pasado». Por ejemplo, casi al comienzo del libro, en «Debajo», leemos: «El sudor del pasado golpea / su páramo roto, la / vida continua, los / pensamientos con plomo debajo». Hay gramaticalidad en las frases -son congruentes desde el punto de vista de la sintaxis, aunque los últimos enlaces no dejan de ser problemáticos-, pero su descodificación resulta dificultosa.
A veces, la intransitividad de la lengua se resuelve en la emergencia de texturas sonoras, de alcance difícil de precisar. Sea así la manipulación de eles en el poema «Alas»: «Ala. / A la herida. / Alar ido. [...] El alano que alarga su altivez». Inútil insistir sobre los riesgos que tienen esta clase de manipulaciones, en las que el poeta no va del significado al significante, sino que procede a la inversa: es el sonido el que genera el sentido en términos casi absolutos, no como subrayado o intensificación. Podrían buscarse orígenes creacionistas en este método de creación del significado, pero sería una impertinencia. Aquí no hay elementos lúdicos, ni búsqueda de la sorpresa fácil, ni optimismo ideológico (como lo hubo en la vanguardia de los años veinte).
Imagen animal. Y es que el hermetismo del conjunto dista de ser casual. De hecho, el libro se abre con una extraña cita de la mística alemana medieval Hildegarda de Binge (siglo XII): «El sonido con el que / reserva toda criatura». Gelman se sitúa en las fronteras de lo que no puede decirse o puede decirse con grandes dificultades; recuérdese el dantesco «Oh! quanto è corto il dire». Así se formula, no sin patetismo, en «Escondrijos»: «El envión de la palabra la / lleva al borde que no / puede cruzar. / Gime ahí / como una grulla loca, / un desperdicio del destino». Estos versos afortunados, nucleados en torno a la impresionante imagen animal, dicen toda la tragedia que nutre el mundo de Gelman, atrapado siempre por los tentáculos de una experiencia vital tan irrenunciable como insoslayable, que excede los límites de lo común, a la vez que remiten, con el argentinismo «envión», al peculiar idiolecto del autor, definido casi siempre por su poderío expresivo.
El dolor de la historia no ha diluido el dolor del universo: «El cosmos tiembla / como lo pájaro perdido / sin coartada», dice «Cosmos», donde el extraño neutro, extraño aunque plausible gramaticalmente, categoriza la orfandad del mundo. Una respuesta desolada y sarcástica formula «Neblinas», que no por azar cierra el conjunto: «¿Qué / sucede en las aguas donde / lavamos nuestros rostros? / Pregunten a / las carcajadas de la sombra». «Siempre mira el hombre al hombre / con piedad en su retrato», se había respondido Antonio Machado ante interrogación semejante.
Señales luminosas y oscuras hace Gelman en su irreductible universo desolado, que no puede ser de otra forma. Una patética nostalgia alimenta el poeta en este punto; de ahí el nada aislado recuerdo de san Juan de la Cruz. Véanse estos versos de «La sed», donde las reminiscencias sanjuanistas son inequívocas: «En esos prados donde / dejose y olvidose hoy crecen / inviernos y el vacío. Él vio / ciervos de aire cruzando / su sed de amor».
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