Marosa: pequeñas liturgias íntimas

En Galería fantástica (Siglo XXI), la poeta argentina realiza una original lectura de ciertos textos hispanoamericanos

Por María Negroni

La ceremonia del té es uno de los episodios más famosos de Alicia en el país de las maravillas. Allí, tres personajes (el Sombrerero, el Lirón y la Liebre de Marzo) someten a la pequeña Alicia a un interrogatorio sobre el tiempo, plagado de paradojas lógicas, que la niña acierta a despejar apenas y que abandona, al fin, convencida de que ha asistido al té más insufrible de su vida.

Que Marosa di Giorgio haya elegido La liebre de marzo como título de uno de sus poemarios hace evidente lo que, de todos modos, una lectura del libro habría revelado: que su obra apuesta, como la de Carroll, al presente eterno de maravilla. No cualquier maravilla, aclaremos, sino algo más extraño aún: una gran fantasmagoría sin pasado y sin futuro donde por algún motivo, de pronto, es posible prescindir de la memoria o la voluntad, esas dos prótesis con que nos enfrentamos a lo inexplicable.

Carroll lo supo bien. De todos los regalos de la literatura, éste es sin duda el más preciado: poder acceder a una suerte de metafísica de lo invisible donde acaezca un mundo sin nombres. También en Di Giorgio el mundo se vuelca con minucia a esta fiebre, a medida que la poeta muestra u oculta sus cartas y hace del poema su propio territorio inexpugnable, su miniatura musical. Podría decirse que, atravesado cierto umbral, caemos aquí también, como en Alicia, en una realidad otra. Como si estuviéramos en una escenografía dipuesta para un vals de las flores o en un aquelarre de prados, zorros, lechuzas y seres de otro mundo, nos asalta una suerte de vértigo quieto, donde todo adquiere una tonalidad tremenda y una niña (o voz de niña) repite ritos y recitaciones desnudas con un "asustante vestido verde, que dejaba afuera los pezones".

No es éste un paisaje diurno sino un viaje de noche, exacto, al jardín de la casa natal y sus "sordas bocinas sexuales". El jardín de Marosa di Giorgio, quiero decir, no es edénico. O bien, como todo paraíso, perturba como si estuviera habitado por algo que nunca sabremos y que tiñe la escena de una inminencia negra.

En Di Giorgio, la sexualidad -puesto que de eso se trata- es, además, un misterio voraz. Indistintamente disimulada con eufemismos ("nos asociamos", "hicimos muchas cosas") o sugerida sin rodeos ("El Diablo nos poseía de súbito, con gran maestría") se vuelve, para el asombro de la niña, "una cosa abominable": algo irresistible. ("A la medianoche, desnuda, me levanté; estaba dormida, y veía, todo, como si fuera de día. Tomé la senda. Llegué al extremo. Allá, lejos, y ahí, cerca, él se presentó, sombrío, inmóvil, siempre el mismo, desde remotos siglos. Desesperada, corté una rama, la sostuve como vistiéndome. Pero todo fue inútil. Con un leve grito, aconteció, otra vez.")

En otras ocasiones, acuciada por el horror (y una suave crueldad), la fascinación difícilmente articulable aparece proyectada, desplazada, en la muñeca -esa habitante de este y del otro lado del mundo- dando rienda suelta a las fantasías más prohibidas. ("En la tarde estaba en el pasto hablando con Amelia. Amelia tenía ojos celestes, rodeados de oscuro, vestido de organdí amarillo, la falda con tres volados... Pasaban los pastores, decían por mí: Ahí está con su muñeca. Es más grande que ella. O casi... Entonces llamé al último pastor, dije el secreto. El pastor le ordenó algo. Ella obedeció. Él decía: ´Parece viva´. Lo que ocurrió fue hermosísimo. Yo miraba, fijamente, y no miraba. Él se alejó, primero. Después, yo, también, seguí hacia la casa, como si fuera a contarlo. Sólo Amelia quedó tendida, allá, y aún se le movían las alas doradas").

Tengo que insistir. La escena elemental en Marosa di Giorgio nunca es adulta. Lo que es más, en su mundo nada anuncia el futuro de la niña (porque la niña habrá dejado de serlo cuando se mire desde afuera). A lo sumo, la perpetran "novias silvestres" en el acto de unirse a los "dulces monstruos". El crecimiento corresponde a otros ("recuerdo cuando servimos a aquella gran mariposa negra que parecía de terciopelo, que parecía una mujer"), y aparece indefectiblemente asociado a la pérdida o el castigo. Al naufragio, también: "Vi morir el sol. A mi lado brotó un ser del sexo femenino. Me preguntó si tenía hijas. Otras idénticas surgieron por muchos lados. De entre los ramos se desplegó ante mí todo un paisaje de nenas. Me alejé desesperadamente, entré, cerré las puertas. Pero, ya, había comenzado a zozobrar la casa. Y aún hoy, se balancea como un buque".

¿Qué tiempo rige en el jardín de Marosa di Giorgio? Ninguno o bien, todos. Como si no quedara más remedio que admitirlo, las cosas son intercambiables y arbitrarias, se manifiestan como parte de un engranaje donde nada termina, ni siquiera la muerte. Dicho de otro modo, todo está allí hiperactivo, como en la infancia, y brilla con tal intensidad que hasta es posible reproducirse sin que intervenga el tacto. Otras cosas también son posibles: presenciar hechos no ocurridos; estar al mismo tiempo difunto y vivo; moverse entre seres que pertenecen a nadie y a nada, como esa "Divinidad, peluda y brillante [que], descendía por la pared, eternamente". El mundo, en suma, en su infinita riqueza y variedad, es aquí presencia. Es decir sueño, indiscernible de la realidad.

En ese tiempo sin tiempo, mezclando el cuento de hadas, la fábula y la mitología personal para fundar una visión ("Por donde había errado libre, durante siglos, desde siempre, entre las plantas, alhelíes, aralias, pusieron otra planta y se llamaba marosa"), la poeta encuentra un privilegio altísimo. Más, encuentra una dicción irremediablemente propia. El suyo es un lenguaje que se construye a saltos, que se sirve de frases irresueltas, súbitas comas, y cambios imprevistos de tiempos verbales, para complejizar los sentidos y erosionar la supuesta racionalidad de la lógica, trastocando de paso los hábitos que anestesian la vida.

"Iban juntas, por todas partes, la gracia, la desgracia", dice un verso. Y así es. En el "primer país" de Marosa di Giorgio, pasa de pronto la muerte tan delgada y con vestido de organdí, y enseguida los zorros se acuestan con las niñas y hay violetas que fabulan y campanas en los prados. Un imán, sin duda, confirma a cada paso la sacralidad de lo real. De ahí que toda oposición se vuelva coincidencia, toda carencia plétora. La imperfección, escribió Yves Bonnefoy, es la cima. Y esta poeta lo sabe y lo festeja, mientras adereza sus versos con "alguna hierba levemente maligna para que quede más enigmático el manjar".

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