Breton, un hombre cortado en dos
NATIVIDAD PULIDO | MADRID
A las seis de la mañana del 28 de septiembre de 1966 fallecía André Breton. Muchos años antes había vaticinado que no pasaría de los setenta. Y así fue. En su testamento dejó expresa la prohibición de publicar (e incluso consultar) sus documentos inéditos hasta 50 años después de su muerte. En 2003, su mítico estudio, en el número 42 de la rue Fontaine de París, fue «saqueado»: la colección que atesoró allí con obsesiva pasión y mimo durante toda su vida se dispersó para siempre. Sus herederos sacaron a subasta en Drouot el legado Breton. El Estado español adquirió dos pinturas: una de Antonio Saura y otra de Luis Fernández.
Hubo quien sí logró fintar los últimos deseos de Breton y bucear en tan riquísima documentación inédita. Es el caso de Mark Polizzotti, traductor, crítico literario y director de publicaciones del Museo de Bellas Artes de Boston. Tan ardua investigación ha dado como resultado «La vida de Breton. Revolución de la mente», que bien podría ser la biografía definitiva del «Papa negro del surrealismo», como le bautizaron. Turner acaba de publicarla en España. A través de 600 páginas -sin imágenes y una letra a prueba de dioptrías-, Polizzotti avasalla con un vastísimo material no sólo sobre la vida y la obra de Breton, sino sobre quienes le acompañaron en tan fascinante aventura, donde había mucho talento reunido. Por estas páginas pasa lo más granado del arte y la literatura de la primera mitad del siglo XX. Además, el autor contextualiza esta apasionante biografía con los acontecimientos históricos del siglo: desde la I Guerra Mundial hasta el Mayo del 68. Pese a que Breton murió dos años antes, los jóvenes revolucionarios llevaron por bandera sus ideas.
Personalidad bipolar
Pero, ¿cómo era André Breton? Tras recoger incontables testimonios de quienes mejor le conocieron, a través de cartas y documentos, Polizzotti lo dibuja como un gran seductor (tenía magnetismo personal), autoritario, intransigente (eran célebres sus furias repentinas), con una gran agilidad mental, alma de líder y aura de autoridad moral. Poco convencional (llevaba lentes porque, decía, las narices se hicieron para llevarlas), tenía un carácter ambivalente: de sus violentos entusiasmos pasaba a periodos de indiferencia y hostilidad (hay en el libro muchos ejemplos de ello); del ardor al pesimismo y la depresión, de la atracción a la hostilidad... Como la que acabó teniendo a los homosexuales. Salvo excepciones, no los toleraba a su alrededor. Breton siempre fue como el protagonista de uno de sus cuentos: un hombre cortado en dos. Peggy Guggenheim lo recordaba como «un león yendo y viniendo en una jaula»; Claude Lévi-Strauss, como «un oso de color azul».
Todas esas contradicciones traslucieron tanto en sus amoríos como en sus amistades, a quienes solía poner a prueba. Un día Paul Éluard le preguntó si tenía amigos. Él respondió: «No, querido amigo». Por su entierro aparecieron Buñuel, Duchamp... y pocos más. No le molestaba que le llamaran «el Papa del surrealismo»: era capaz de ex comulgar del grupo a los miembros que consideraba indignos. Llegó a espetar: «¡El surrealismo soy yo!». Dalí le respondería más adelante: «¡Yo y no Breton soy el surrealismo!».
Su madre... y sus mujeres
Polizzotti detalla con precisión la difícil infancia de Breton y la complicada relación con su madre, Marguerite, a la que consideraba «autoritaria, trivial, resentida...» Tampoco fue fácil su relación con las mujeres, y eso que fueron muchas las que pasaron por su vida. El biógrafo relata con todo lujo de detalles sus numerosos romances, desde el que mantuvo con su prima Manon. Después llegaron Annie, Alice, Cyprian, Simone (su primera esposa), Lise, Suzanne, Valentine, Colette, Marcelle, Jacqueline (su segunda esposa, con quien tuvo a su única hija, Aube), Elisa (su tercera esposa), Nelly, Joyce (para algunos, su último gran amor)... y Nadja.
Esta biografía nos devela quién hay tras esa heroína que dio título a uno de sus más célebres libros. Algunos hasta llegaron a cuestionar su existencia, pero Polizzotti ofrece por primera vez mucha información sobre Léona-Camille-Ghislaine Delcourt, su verdadero nombre. Salen a la luz por vez primera sus cartas. «El sexo con Nadja, decía Breton, era como hacerle el amor a Juana de Arco». La mujer era, para él, «el problema más maravilloso y perturbador que hay en el mundo; es el único poder al que me he sometido».
Tenía Breton una llamativa filosofía del amor: el tabú no era la infidelidad, sino el disimulo. Podía tener amantes, a las que pedía exclusividad, pero nunca mentía a su mujer. Curioso pacto. Llegó a pedir a alguna de sus esposas que convenciera a su amante de turno para que no le abandonara. La pintora Leonora Carrington lo explicaba así: «Breton deseaba una musa. Cuando una mujer ya no podía serlo, se cansaba de ella». «Te reinventaré para mí», le decía a su esposa Jacqueline. En suma, como dijo Duchamp, Breton fue «un amante del amor».
Curiosos trabajos
A su labor de escritor y médico ocasional unió otros muchos trabajos. Fue asistente de la editorial Gallimard e incluso ayudó a Proust a corregir las pruebas de «El mundo de Guermantes». Eso sí, pasó por alto 200 correcciones que aparecieron en una fe de erratas. También trabajó para el célebre modista parisino Jacques Doucet como bibliotecario y asesor de compras de arte (el propio Breton fue un ávido coleccionista, aunque a menudo tuvo que desprenderse de algunas obras para poder vivir). Le insistió a Doucet para que adquiriera «Las señoritas de Aviñón», de Picasso. No tenía mal olfato André Breton. Acordó como precio 25.000 francos, en doce pagos mensuales.
«Juegos» surrealistas
Tras sus coqueteos dadaístas («Dejadlo todo! ¡Dejad Dadá!», gritaría), Breton lanzó por primera vez el surrealismo como movimiento en 1924. Esta biografía está salpicada de multitud de anécdotas, polémicas artísticas, sonadas peleas públicas y gamberradas (algunas de muy mal gusto) del grupo surrealista. Llegaron a llamar a la madre de Cocteau para decirle que su hijo había muerto en un accidente de coche, cuando era mentira. Una noche, Breton, Péret y otros surrealistas se presentaron en el Grand Palais para destrozar una pintura de Dalí que consideraban ofensiva, «El enigma de Guillermo Tell». Estaba colgada muy alto y, aunque Breton la zarandeó con el bastón, no logró tirarla al suelo.
También protagonizó un rifirrafe con Tzara en La Sorbona. Las «veladas surrealistas» solían acabar con algún herido: en una de ellas Óscar Domínguez le sacó un ojo a Víctor Brauner. Y en la llamada «velada de Sade», Matta se quemó el pecho. El último escándalo público surrealista fue la visita de un grupo a casa de Hugnet -había publicado un artículo calumniando a Péret-; le golpearon y destrozaron su casa. Breton llegó a ser juzgado y condenado por profanar las pinturas rupestres de Cabrerets (frotó una pintura con el pulgar y la destrozó) y fue promotor (involuntario) de una revolución en Haití. «Estoy haciendo un muy mal mutis», dijo poco antes de morir con su habitual humor negro. Falleció abanderando las tres causas que siempre defendió: la libertad, el amor y la poesía.
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