Adiós al último poeta beatnik
Lawrence Ferlinghetti murió el 22 de febrero a los 101 años
Poeta, pintor, activista, autor de teatro y fundador de la célebre librería editorial City Lights, Lawrence Ferlinghetti murió el 22 de febrero en San Francisco, la ciudad que al cumplir los 100 años lo celebró nombrando el día de su nacimiento, 24 de marzo, como "el día Ferlinghetti". Murió a los 101. Más allá de su obra poética fundamental, A Coney Island of the Mind, será por siempre recordado como un beatnik hecho y derecho, libre pensador y multifacético. Esteban Moore, poeta y traductor de muchos de sus poemas al castellano, lo despide con estos recuerdos.
Los dioses, para decirlo de alguna manera
que no lo incomodara, se han llevado a Lawrence Ferlinghetti, a los 101
años de edad. Pero, como él sostuvo alguna vez: “los dioses son sabios,
no nos transfieren su inmortalidad”. Una muerte que me afecta
profundamente por lo que él representaba para la poesía contemporánea;
una ampliación de perspectivas de la propia y por la relación que fuimos
construyendo en la distancia.
En 1990, a través de las gestiones del narrador Alejandro Manara, quien me puso en contacto con el poeta Joe Richey, uno de los coordinadores del Departamento de Escritura y Poética del Instituto Naropa, Boulder, Colorado, en donde funciona la Jack Kerouac School of Disembodied Poetics (escuela de poéticas descorporizadas, fundada por Allen Ginsberg y dirigida por Anne Waldman), recibí una invitación para asistir a un encuentro de poetas, ensayistas y narradores.
Este sería mi primer viaje fuera del ámbito del país y del Río de la Plata. Tenía mis temores al respecto, pero el escritor uruguayo, Horacio Verzi, insistió en que hiciera lo imposible para viajar. Luego de pensarlo gestioné un préstamo y compré el pasaje más económico del momento en Líneas Aéreas Paraguayas (ida: Ezeiza, Asunción del Paraguay, Miami, Denver— luego: Denver, Dallas, San Francisco y el regreso, San Francisco, Dallas, Miami, Asunción del Paraguay, Ezeiza). Una verdadera tournée.
En Denver me estaba esperando el poeta Jim Merrill, quien me llevó en un automóvil japonés que se venía abajo hasta Boulder. Allí en las oficinas administrativas del Naropa me dieron las llaves del departamento donde me alojaría y el programa de actividades. Al día siguiente, golpearon a mi puerta y al abrir me encontré frente a frente con Allen Ginsberg que venía a darme la bienvenida. Lo invité a pasar. Yo estaba tomando mate, cebé uno, se lo ofrecí, declinó amablemente la invitación. Mantuvimos una larga charla sobre poesía, pasamos de los clásicos a su propia poética. Me comentó que para su taller, necesitaba traducir poemas de Nicanor Parra, me consultó si podría ayudarlo. “Por supuesto que sí”, le dije. Al día siguiente vino por la mañana y trabajamos en las traducciones. Al retirarse me obsequió un ejemplar de White Shroud con una dedicatoria ilustrada con un dibujo suyo de un dragón eyaculando. Esa tarde asistí a una mesa redonda sobre poesía latinoamericana y fue allí que Ginsberg me presentó a Anne Waldman, directora de la escuela; a los poetas Jack Collom, Anselm Hollo, Steven White, Ide Hintze, Víctor Hernández Cruz, a las narradoras Lucía Berlin, Bobbie Louise Hawkings y a Lawrence Ferlinghetti, con quien tuve una larga conversación. Estaba muy interesado en Buenos Aires, me preguntó si aquí había muchos que hablaran el italiano, le respondí que la mayoría de los descendientes de los inmigrantes de ese origen habían perdido la lengua de sus progenitores. Intenté explicarle ciertas características de nuestro habla cotidiana y de las influencias recibidas del italiano en palabras, tono y vocalización. Cambió de tema y me contó que en su juventud, en las calles de Brooklyn, por su amistad con una banda de muchachos de barrio que se disputaban a puñetazos el control de las esquinas, había conocido a un “ítalo-argentino”, Astor Piazzolla, quien según él tenía una zurda mortal: “Ahora, un conocido músico de jazz”. Del tango nada, de Gardel menos, aunque me esforcé por convencerlo que Buenos Aires le había dado al mundo un género musical propio.
En esos días tuvimos otra larga conversación y nos encontramos dos veces caminando por el parque que rodea al Instituto Naropa y en una librería de viejo. Me dijo que tenía que ir a dar lecturas a Nueva York y yo le comenté que en unos días me iba a San José, California a visitar a mi hermana. “¿Vas a pasar por San Francisco?”. “Sí, voy a ir”. “Bien, cuando lo hagas, pasá por la librería. Y agregó: “En San José en lo que era un pequeño teatro, el City Lights, hay ahora un restaurante italiano, donde se come muy bien”.
Ya habíamos hablado sobre la posibilidad de que me autorizara a traducir algunos de sus poemas. Le parecía bien. Y en la despedida me dijo: “Ya que vas a estar cerca de San Francisco, esperame que en unos quince días estaré de vuelta y seguimos hablando”. Le expliqué que yo no era dueño de mi tiempo y que el trabajo, mi familia y mi presupuesto no me lo permitían. “Entonces, sigamos esto por correo”. Y me anotó su dirección postal y el teléfono de su casa. Y nos dimos un abrazo bien tano, cosa poco usual en el país del norte.
Las primeras versiones que le envié regresaron con algunas anotaciones en las que advertí que estas obedecían a alguien que había aprendido nuestra lengua en España o México. Quizás una persona a quién él le daba a leer mis versiones. Nunca me confesó si tenía algún asesor al respecto. Pero rápidamente encontré la solución, lo llamé por teléfono y le pregunté por qué los norteamericanos no hablan como los ingleses, escoceses, galeses o irlandeses. “Tenés razón, nosotros tenemos nuestra propia lengua cotidiana”. “Nosotros también aquí en Buenos Aires tenemos nuestra propia versión del castellano, en cuyos usos han hecho sus aportes las distintas corrientes inmigratorias”. Asunto terminado. Y así continuamos trabajando en colaboración, de la que surgieron tres libros: Viajes por América Desierta (Unesco- Graffiti, Montevideo, 1996); Los blues de la procreación (Alción, Córdoba, 2005) y La poesía como un arte insurgente (Alción, Córdoba, 2018). De las ediciones argentinas me comentó que le gustaron mucho los libros, pero que “el editor debería colocar también el nombre del traductor en tapa, como hacemos en City Lights”.
La relación que tuve con Ferlinghetti, fue con un hombre que era un verdadero maestro en el más amplio de los sentidos. Un poeta, traductor, novelista, artista plástico y editor que en el campo de la poesía ejerció influencias no sólo en los poetas de su generación y en jóvenes de su país, sino también en muchos de otras latitudes. Esta fue para mí una relación epifánica; es decir una que me abrió la posibilidad de conocer otros universos poéticos. Me impuso la regla de leer antes de opinar, a poner de lado prejuicios respecto de la obra de otros poetas y comprender su trabajo y estilo dentro de sus respectivas tradiciones, y a desechar la idea de que existen tradiciones alternativas. En otras palabras, me ayudó a salir de mi provincialismo.
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