Hölderlin, el poeta del fuego divino
La nuestra es una herencia de paradojas. A este hecho podemos llamarlo Historia, pero también destino. Un libro no es sino el fruto de esta circunstancia. Sus contradicciones nos sustentan y aprendemos de ellas. Porque, ¿no es un contrasentido escribir una biografía sobre alguien que no quiso tener biografía ni pretendió vivir? Vivir en el mundo, me refiero. Ya en su admirable Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (Tusquets, 2009), Rüdiger Safranski (Rottweil-Wörth, 1945) señalaba que Hölderlin “vivía en la poesía” y que su lenguaje buscaba o, mejor dicho, incitaba continuos “instantes de epifanía”. Son, precisamente, esos instantes —esto lo decimos nosotros— los que transforman o invierten la realidad para engrandecerla. A ciertos espíritus sólo les es dado existir a la luz de un acontecimiento inaugural; sólo son posibles en su dimensión primordial, originaria. Era el caso de Hölderlin (Lauffen am Neckar, 1770-Tubinga, 1843).
En las páginas del mencionado título de Safranski ya latía la esencia de este Hölderlin, o el fuego divino de la poesía, ahora reflejada en un terreno, el de la biografía, en el que su autor es, en ocasiones, un maestro inalcanzable. Lo crucial de este libro no sólo es la naturalidad con la que es tratado un carácter evanescente y torturado, a partes iguales, como fue el del poeta, sino también su comprensión hacia alguien que pretendió, a costa de su equilibrio mental, trasladar lo sagrado a la ensordecedora vida de lo cotidiano. Si esto es posible se debe, entre otras cosas, a la categoría filosófica de Safranski, a menudo eclipsado por sus modélicas obras biográficas (Goethe, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Schiller). Puesto que me es concedido un espacio, no puedo dejar de aprovecharlo para recordar algunos de sus títulos, como El mal, o el drama de la libertad (2000), ¿Cuánta globalización podemos soportar? (2004), y ¿Cuánta verdad necesita el hombre? (2013), todos ellos publicados por Tusquets. Safranski, reacio a la hipérbole, siempre escribe desde un profundo conocimiento.
Hölderlin, o el fuego divino de la poesía, aparte de acercarnos una existencia, es también el descifrado de una Europa obnubilada por los movimientos revolucionarios. Comoquiera que Europa se ha eclipsado a sí misma a lo largo de su historia —no por azar la nuestra es una civilización envuelta en constantes zozobras—, se puede decir que Hölderlin expresa, como si de un sensor se tratara, esa misma inestabilidad e indefensión ante los hechos que le salen al paso.
La juvenil lectura de Klopstock y Schiller; el acoso materno; la primera mirada que cruzaron él y su amada Susette; los caminos recorridos bajo los aguaceros para estar junto a ella; las ventiscas de Friedrich que cimbrean el bosque; la proclividad al silenciamiento y el estudio; su ida a Murrhardt campo a traviesa para encontrarse con Schelling; el desencanto vivido en la Francia revolucionaria; las conversaciones con su íntimo Hegel; la llamada del Sturm und Drang y su posterior alejamiento; el sueño esfumado de Grecia; sentir, en la fiesta campesina, sólo melancolía; la poesía de Píndaro; Tubinga, Jena, Burdeos, Stuttgart, su paisaje natal de Lauffen; el internamiento en el psiquiátrico del doctor Autenrieth en Tubinga…
Y de pronto, un día, en su enajenación, verá todo este mundo flotando aguas abajo del Neckar. Lo mira desde las ventanas de la torre en la que vivió sus últimos treinta y seis años —desde 1807 a 1843— por amor del buen Ernst Zimmer, que lo veneraba. Le insistía en que se dejara cortar las uñas, en vestirlo con dignidad, en que se peinara. Pero Hölderlin seguía contemplando en el río las páginas de Hiperión, las mil veces corregidas del Empédocles, sus himnos y odas deshaciéndose en el agua. Hölderlin es el poeta que nos ha acostumbrado a la pérdida.
Si esta obra merece una gratitud hacia Safranski, lo mismo cabe decir de la edición de las Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020), que son de valor sustancial para conocer el intrincado universo del poeta. El volumen, espléndido, es obra de otros dos maestros en su campo, Helena Cortés y Arturo Leyte, este último autor del estudio preliminar a las cartas que, por su penetración, puede considerarse una lección magistral: El filósofo que no quería serlo.
Al contrario de lo que sugiere el título de Cartas filosóficas, no se trata de un epistolario filosófico en sí, ni tampoco de una correspondencia mantenida con —y entre— filósofos. De hecho, de las treinta y tres presentadas sólo dos están dirigidas a Hegel y una a Schelling; el resto se destinan a su hermanastro Karl Gock, a su madre Johanna Chistriae y, entre otros, a su cercano Neuffer. Schiller es también el receptor de tres de ellas.
Lo apasionante de esta lectura es que te convierte en el privilegiado espectador de un colosal engranaje que permite observar la gestación de algunos escritos y poemas capitales. Cuando en su primera carta a Hegel (Jena, 26 de enero de 1795) pide que “no tenga en cuenta” todo lo que acaba de objetar sobre Fichte, que entusiasmó sobre todo a los jóvenes, Leyte invita a que veamos en este documento central “un punto de inflexión en la historia del Idealismo” (alemán). Y es cierto, porque no de manera lenta Hölderlin se posicionó en un lugar que ya no correspondía al ocupado por sus amigos Schelling y Hegel. Su espíritu se situó en otro tiempo, ajeno al devenir del entusiasmo propio de los idealistas. Ese “no ir con los tiempos” debió de causarle pesar y, conociéndolo, también tormento. Porque el autor de Hiperión se sabía en un mundo envuelto en silencio, atemporal, único. Si, al contrario de sus interlocutores, optó por mantener los enunciados de Kant, se debió, según explica Leyte, a su necesidad poética de no alinearse junto a quienes daban por superado al filósofo de las Críticas. Si se abandona a Kant, dice Leyte, ¿qué se está dejando en verdad? La respuesta es Grecia.
Hölderlin, en coexistencia con la antigua Grecia, se negaba a dar por zanjado el “significado clásico de filosofía”. Que el poeta quedara “voluntariamente al margen” significaba renunciar a la presunción de aquilatar un sistema absoluto de filosofía. Uno no puede imaginarse el Hiperión escrito por un espíritu que encuentra en el pasado no una forma de nostalgia, sino una manera de presente. El ser frente al Yo; el existir frente al vivir. El Yo pudoroso de Hölderlin, frente al entusiasmado Yo de Fichte, en el que se aspira a un absoluto.
Y de nuevo encontramos la “pérdida” hölderliniana de la que se ha hablado aquí. Porque él no concibió el devenir de aquella lejana Hellás como “un absoluto perdido”, sino que habla —dice Leyte en referencia al Hiperión— “de una unidad, una paz y una naturaleza cuya propia constitución es la pérdida [que] se hace manifiesta como belleza”. ¡La pérdida como belleza! Será a partir de entonces cuando emprenda sus más poderosos poemas, una de las hazañas más solitarias de la literatura europea; unos poemas que, tal como confiesa a Neuffer (carta del 3 de julio de 1799), se debaten entre la novedad y el aprecio a las antiguas formas. Y a von Seckendorf le transmite un deseo: “¡Quiera este tiempo favorable no quedársenos vacío de espíritu!”. La carta es del 12 de marzo de 1804, cuando Beethoven tenía muy avanzada la Appassionata.
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