Zbigniew Herbert: un poeta del siglo XX y su retrato
“En épocas de tensión nacional, a un poeta polaco le resulta imposible escribir unos versos sobre los pájaros y las abejas sin que alguien los interprete como alusiones o metáforas políticas. En Polonia esto se conoce como ‘lenguaje esopiano’”, informa Alvarez en ¿Cómo fue que todo salió bien? El crítico inglés conoció a Herbert, en Varsovia, a comienzos de la Guerra Fría, en una reunión en la que sobraban los agentes de inteligencia apenas camuflados. A los treinta años, Herbert (bajo, macizo, nariz chata, ojos azules, voz grave, modales de caballero) ya tenía prestigio a pesar de haber publicado solo un libro y ganarse la vida en subterráneos empleos kafkianos. Alvarez lo leyó unos días después, traducido. El estilo clásico del poeta polaco favorece su traspaso a otro idioma y el crítico-editor reconoció en ellos algo “tan poderoso y acabado” como cualquiera de los versos que escribían en aquellos años sus poetas de cabecera.
Herbert había vuelto hacía poco de París, donde había sobrevivido de manera frugal y se las había ingeniado para escribir los ensayos viajeros de Un bárbaro en el jardín (sobre las cuevas de Lascaux, los mártires albigenses o Van Gogh). Ya empezaba a ser acosado igual por su calma actitud desafiante. Puede que el poeta como figura moral, dice Alvarez, haya muerto con Milton, pero ese era el extraño papel que cumplía Herbert. Se volvió a ir de Polonia en 1963, tras la muerte del padre, y pasó después 17 años boyando entre París y Berlín, sin un centavo, aunque sin perder la caballerosidad.
La independencia tenía, sin embargo, su precio. “La elegancia de su clasicismo no se correspondía con su estilo de vida”, recuerda Alvarez al subrayar que el beber salvaje y la euforia maníaca nunca hacen buena dupla. Sin aceptar nunca en el exilio el papel de disidente profesional, despreciando el oportunismo, Herbert volvió al país comunista en 1980, para los tiempos del sindicato Solidaridad. Aguantó solo cinco años y retornó a París, donde la depresión se ahondó: “Herbert tenía un orgullo típicamente polaco y se negaba a aceptar cualquier cosa que oliera a caridad”.
Cuando se reinstaló definitivamente en Varsovia, caído el Muro de Berlín, dio con un país cambiado. A pesar de su fama vivía una paradoja: sus libros solo se conseguían traducidos. Alvarez lo visitó en 1994 y lo descubrió amargado, lleno de rabia e impaciencia. Haber escrito algunos de los mejores poemas del siglo XX importaba poco en una nación deseosa de capitalismo. Cuando el crítico inglés le sugirió a un joven poeta polaco que por sus logros Herbert debería tener una vejez acomodada, la respuesta fue “thatcheriana”. “Publicó seis o siete libros. ¿Qué le hace pensar que puede vivir bien con eso solo?” He ahí una vida de poeta.
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