Marina Abramovic estará sentada más de 700 horas en el MoMA

«El Artista está presente» culmina una retrospectiva de sus mejores performances
El Museo de Arte Moderno de Nueva York arrancaba este domingo con una audaz retrospectiva de la balcánica Marina Abramovic, gran madre superiora de la orden de la performance, o del arte de la representación efímera. Son muchos los que creen que este tipo de arte no puede sobrevivir entre las paredes de un museo. Abramovic tratará de probar lo contrario culminando sus cuarenta años de transgresión con «El Artista está presente»: permanecerá sentada en medio de sus obras durante el entero horario de apertura al público del MoMA de principio a fin de la exposición, que se inauguró el 14 de marzo y se clausurará el 30 de mayo. Si no se raja, habrá estado sentada allí 716 horas y 30 minutos, calculan diligentes las autoridades del museo.
No parece probable que se raje. Esto puede ser lo más largo, pero ni de lejos lo más bestia, que ha hecho Abramovic desde que irrumpió en la escena artística neoyorquina con la vocación extrema de su Belgrado natal. Abramovic se ha grabado acuchillándose una y otra vez entre los dedos; acostándose debajo de un esqueleto -y provocando que éste se agitara al compás de su respiración-; plantándose desnuda en la puerta de un museo frente a frente con el alemán Frank Uwe Laysiepen (más conocido como Ulay), quien fuera su socio artístico y amante durante doce años. Si el público quería pasar por aquella puerta tenía que apretujarse inevitablemente entre sus dos cuerpos desnudos.
Años después los amantes se situaron en extremos opuestos de la Gran Muralla China y echaron a andar uno en pos del otro. A los tres meses se encontraron, se separaron para siempre y cada cual siguió su propio camino. A Marina Abramovic parece que le gusta subrayar su carismática soledad actual en esta retrospectiva donde se mezclan lo documental, lo virtual y lo irreal. Habrá proyecciones de sus viejas performances pero también recreaciones de las mismas a cargo de otras personas.
Ya hay quien protesta -entre ellos, «The New York Times»- porque la artista no se remangue para repetir su celebrada actuación en la bienal de Venecia de 1997, llamada «Barroco Balcánico». Se encaramó durante cuatro días a un promontorio de huesos de vaca llenos de verdadera sangre. Ella limpiaba la sangre, cantaba canciones para niños de su país y lloraba.
Esta vez Abramovic ha optado por una intervención mucho más hierática. Se sentará a una mesa en medio de su retrospectiva y estará allí, mirando fijamente a una silla vacía frente a ella. Nada más. Y nada menos. Imponiendo al público con su presencia, es de suponer.
Ahonda así el MoMA en la brecha que ya abrió el año pasado con su exposición dedicada a Tehching Hsieh, el artista taiwanés que en 1974 se fugó a Nueva York, se construyó una jaula de madera en su loft, se metió dentro y estuvo un año encerrado sin salir y sin hablar con nadie, sin ni siquiera leer libros. Más tarde pasó un año entero viviendo como no viven ni los homeless: todo el tiempo a la intemperie, sin poner nunca un pie en una estructura habitada, ni siquiera para ir al baño. Fue un año en que el río Hudson se heló.

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